16 oct 2014

Hacia Providence

¿Cómo me va a ayudar eso a encontrar a mi padre? La pregunta se quedó colgando en el aire. Kasey me miró brevemente. Me sentí absurdo. He quedado en la pista con un amigo de mi padre que trabaja en la granja, me dijo. Él conocía bien al comunista. El camión se detuvo de repente antes de que pudiera preguntarle qué quería decir con "el comunista" y sentí cómo el cinturón me aprisionaba el pecho. Hemos llegado, dijo ella mientras apagaba el motor, abría su portezuela y descendía de un salto en lo que a mí me pareció un único movimiento. Entre un inmenso campo de naranjos y lo que parecía ser una inmensa plantación de regadíos se extendía la famosa pista de aterrizaje, una franja de césped mucho más estrecha de lo que esperaba pero que se extendía hasta lo que a mí me parecía el horizonte. Junto a los restos de lo que asumí había sido la torre del agua había un Pontiac rojo aparcado, sus bajos teñidos de marrón por el barro y la capota bajada, todo un símbolo del Sur. Él era alto y llevaba una gorra con patrón de camuflaje, como solían hacer muchos cazadores. Le eché unos cincuenta años. Parecía amigable y pronto entendió lo que Kasey le preguntaba. El hijo del comunista. Vaya, vaya. Pues hace diez años que no sé nada de tu padre, chaval.

El comunista vino con la idea de las camionetas de comida. No sé qué tenéis los extranjeros, qué obsesión con las putas camionetas. Kasey soltó una carcajada. Mi padre dice que el de fuera desea nuestra mendicidad. No exageres. Mendicidad, Saul. Ya me dirás tú cuantos camioneteros conoces que coman caliente todos los días. Mujer, el vendedor de cocos de Lehigh no vive nada mal. Tiene incluso un refrigerador para poder vender cocos fríos. Sigue, que no tenemos todo el día. Él entornó los ojos y robó con un gesto veloz un cigarro del bolsillo de la camisa de Kasey. Serás cabrón. Pues yo al comunista no le volví a ver desde.. Una sonrisa apareció en su cara, muy a su pesar. Desde que volvimos de Providence. Sentí el silencio de Kasey a mis espaldas. ¿Providence? Sí, es un pueblo en... bueno, la verdad es que es mejor que no lo sepas.

Saul se sentó en la capota de su coche. Yo por aquel entonces trabajaba arreglando aires acondicionados al norte, cerca de Jacksonville, y le conocí por un amigo común. El comunista había venido con la idea de su Ford alquilada y de vender tacos de pueblo a pueblo. Necesitaba gente y joder, me cayó bien. No se qué diablos tenéis los españoles. Supongo que nos cuesta imaginar que nadie quiera venir aquí desde España e imaginamos que el que lo haga tiene que ser o un genio o un chiflado. Vamos, que me lió. Le compramos una camioneta de comidas a un cubano que conocía yo de la zona y decidimos montarnos nuestro pequeño negocio. Vamos... la compró tu padre, y no me preguntes de dónde sacó el dinero. Nos costó unas semanas ponernos en marcha y... bueno, en cualquier modo, acabamos en un pueblo en la costa sureste. ¿Cerca de Miami? Hmmm. Relativamente. No te quiero decir nada más. La idea original era ir hacia Tampa u Orlando, donde están los estudiantes, pero tu padre tenía la idea de probar primero por las explotaciones agrícolas vendiéndole comida a los trabajadores del campo.

El misterio comenzaba a irritarme, pero Saul seguía hablando. Providence era un pueblo de mar como otros tantos que habrás visto por aquí. Su pequeña playa, su acceso a la interestatal, sus casas separadas en mitad de la vegetación. Aparcamos la camioneta frente a una de las granjas que había a unas cinco millas del pueblo. Ya sabes, las granjas grandes... Los latifundios, apoyó Kasey. Eso, latifundios. Durante el primer día todo fue rodado. Le vendimos comida a un montón de eventuales. Pero el comunista se envalentonó y decidió esperar hasta que acabase el segundo turno. Tu padre, muchacho, cuando algo confirmaba su intuición se volvía tan arrogante que... Salió bien, ¿eh?. El cabrón tenía razón, pero cerramos la cocina a casi las siete de la tarde y decidimos acercarnos a Providence a buscar un lugar donde pasar la noche en lugar de volver a Jacksonville y pegarnos ocho horas en la carretera de noche y con amenaza de tormenta eléctrica. Además creo que tu padre quería seguir por aquí un tiempo antes de subir hasta Tampa. Siempre le gustó más el sur.

Saul tiró el cigarrillo al suelo y cruzó sus brazos. Su brazo izquierdo mostraba un tatuaje con el escudo de armas de los Marines y su lema en latín, Semper fidelis. Siempre fieles. Carraspeó y continuó. Pasamos la noche en un motel, aunque nos acostamos tarde viendo la televisión y bebiendo cerveza entre risas. Te digo que el comunista era gracioso, el cabrón. Tenía genio. Al día siguiente salimos a dar una vuelta y nos dimos cuenta de que había algo raro en el pueblo.  Nos llamó la atención que a pesar de estar en el condado que estábamos, casi toda la gente con la que nos cruzábamos era blanca como la leche. Tu padre bromeó que quizás nos encontráramos en una de esas comunidades completamente blancas que la gente del Klan intenta montar de cuando en cuando. La verdad es que todos nos miraban con bastante desconfianza, y ni tu padre ni yo podíamos pasar por cubanos así que lo del Klan no podía ser. Y chico, ya has visto a la gente por aquí: suele ser amigable. Asentí en silencio a pesar de que yo no lo veía tan claro, y Saul continuó sin interrupción. Entramos a un bar con la idea de comprar tabaco para el viaje y chico, cayó un silencio sepulcral. ¿Veías The A-Team en España? Asentí de nuevo. ¿Sabes los episodios en los que Hannibal y compañía entran en un bar y todo el mundo es hostil con ellos porque están a sueldo de, no sé, el sheriff corrupto o el terrateniente local? Saul soltó una carcajada y masculló: un aside, me acabo de dar cuenta de que va a resultar que The A-Team eran libertarios y todo. El puto Ron Paul con metralletas. Bueno, pues esa era la impresión que nos dio pero, no sé, menos hostil. Casi temerosa. Compramos tabaco y salimos de allí lo más deprisa que pudimos. Tu padre parecía irritado. Creo que se sentía muy orgulloso de su don de gentes y no le gustaba sentir que le hacían el vacío. Tampoco le gustaba sentir que se le escapaba algo. Entonces me dí cuenta de una cosa: no había ni una mujer en todo el pueblo. Se lo comenté a tu padre al subir a la camioneta. Él se quedó callado un par de segundos, arrancó y comenzó a dar vueltas por el pueblo. Joder, dijo en español, tienes razón, Saul. Son todo tíos. Todo rabos. Igual en lugar de ser la gente del Klan son los de la Liga Gay, le dije entre risas. Él no parecía conforme. Esto no se parece mucho a South Beach, la verdad, me respondió. Qué más da, le dije. Vámonos antes de que alguno de estos locos piense que le estamos echando el ojo a su casa y nos ametralle.

Otro cigarrillo voló del bolsillo de Kasey, que esta vez no dijo nada. Tras la primera calada, Saul dijo: ¿sabéis que legalmente cuando una persona ha sido condenada por abuso a menores y se muda a un lugar nuevo tiene que avisar a todos sus nuevos vecinos, uno por uno? Asentí débilmente. Lo he visto en las películas, pensé pero no dije por pura arrogancia, para evitar parecer un paleto. Saul sonrió. Nunca me había parado a pensar en lo duro que tiene que ser hacer eso. La verdad es que cuando pienso en pedófilos lo primero que se me ocurre es arrancarles los huevos y metérselos por el culo, no me suelo poner en su lugar, ¿hm? Pero, joder... no tiene que ser fácil. "Hola, me llamo Mickey, he violado tres niños y me mudo al final de la calle". Bueno, pues imaginad quién vivía en Providence. Me quedé callado. Kasey respondió: ¿pederastas? Saul asintió. Todos ellos. Un pueblo de jodidos violadores de niños que se habían juntado para que nadie les juzgase. Joder, dijo Kasey tras soltar un largo silbido. Saul se volvió a reír. De eso me enteré a los meses, ¿eh? Seguíamos convencidos de que era algún tipo de comuna o yo qué sé, por aquí hay mucho Jesus freak al que se le va la cabeza. Pero no: putos pederastas. No volvimos a Providence, por supuesto. Al volver a Jacksonville estuve trabajando con tu padre un par de días pero un conocido mío me ofreció un trabajo de jefe de mantenimiento en una fábrica grande, así que me despedí. Lo último que supe de él es que seguía pensando en subir a Tampa. Con su jodida camioneta.

16 sept 2014

Broto-Sorolla

Enrique Broto, director general y adúltero profesional, se ajusta el nudo de la corbata.

- Por favor, que no vean a mamá así.

Angustias Sorolla da tres palmadas y se acurruca un poco mejor en lo alto del armario. Su hijo la mira con los mismos ojos muertos con los que mira a sus trabajadores cuando estos se quejan o a su mujer, en general. Su voz se vuelve más insistente:

- González, por favor, ve a buscar a alguien y venid a ayudarme.

Juan González, calderero, oficial de tercera, reacciona por fin, asiente torpemente y sale de la oficina cargando a sus espaldas una mezcla de alivio por haber escapado y terror por tener que volver. Enrique Broto suspira:

- Mamá, hoy vienen a hacerme la entrevista.

- No me llames mamá. Soy la Virgen del Pilar. Llama a Cándido, dile que traiga flores.

Cándido Broto, jefe de personal y alcohólico habitual, en estos momentos ni siquiera se encuentra en la ciudad.

- Mamá, Cándido está en Alicante. Lo sabes perfectamente. No sé por qué...

Doña Angustias comienza a cantar. Una jota que por supuesto habla del Ebro y del Pilar y que la buena mujer convierte en un espiritual por vía de un exorcismo. González por fin llega con otros cinco empleados, todos ellos con su vista clavada en lo alto del armario.

- ¡Moricos, Enrique! ¡Moricos! ¡Han venido los moricos!

Juan González, calderero, de expresión indiferente, formula la pregunta:

- ¿Cómo vamos a bajar a Doña Angustias del armario antes de que vengan los de Telecinco?

- ¡A mí no me bajáis del Pilar, moricos! ¡Hijos de puta!

Enrique Broto, director general y acosador sexual en serie, se mesa su perilla plateada, que se dejó por consejo de Svetlana y dice:

- Ve a buscar al resto del turno. Vamos a arrastrar el armario hasta el cuarto de reuniones.

- ¿Pero como...?

- ¡Tirando de la alfombra, cojones!

Enrique Broto ha rugido, y cuando Enrique Broto ruge por lo menos una familia no tiene regalos en Navidad. Intentando no ser tocados por el dedo de ese destino, los seis trabajadores salen de la oficina al trote gorrinero. Enrique Broto, director general y conductor ocasional de Mercedes, intenta recuperar la compostura y mira a su madre, que en esos momentos está intentando convertir su chaqueta de entretiempo en manto virginal.

- No sé cómo me puedes hacer esto, mamá.

- ¡Eres un putero, Enrique! ¡Y la Virgen del Pilar lo sabe!

Diez, quince, veinte trabajadores se encuentran en la oficina. Sus mal disimuladas miradas divertidas suman entre todas una carcajada y Enrique Broto, director general y muy conocido por su falta de empatía, se siente hoy especialmente empático.

- A ver, si tiramos todos a la vez... Alguien tiene que empujar...

- ¡Enrique, que me llevan de procesión!

- Soriano, ponte tú delante...

- Doña Angustias, agarresé, por favor, que no...

- ¡Mira, Enrique!

Doña Angustias Sorolla, reina madre y Virgen del Pilar, da palmadas de manera sorprendentemente regular mientras diez, quince, veinte trabajadores arrastran su armario hasta el cuarto de reuniones, centímetro a centímetro. El teléfono de Enrique Broto suena en ese momento. El tono del móvil es la canción de Bob Esponja. Sí, capitán.

- Ahora no, Cándido.

- ¡Vaya tetas tiene la arquitecta de Alicante, Enrique!

- Van a venir a entrevistarme por lo del casino. No es el momento.

- ¡Y vaya falda lleva! Seguro que es un putón. Tiene unos labios que han tenido que chupar más pollas que tú regaliz, Enrique.

La frecuencia de las palmadas de Doña Angustias Sorolla aumenta.

- ¡Viva la Virgen del Pilar!

De entre los diez, quince, veinte trabajadores surge una voz anónima.

- Viva...

16 jun 2014

Abuelo Ramón

Si había algo que todos sabíamos sobre el abuelo Ramón era que había leído y viajado mucho. Las estanterías de libros que tenía en el caserón del pueblo siempre me parecían infinitas, me parecía imposible que nadie se hubiese leído tantos libros en una sola vida, pero cuando le preguntaba, abuelo, ¿tú has leído todo esto?, el abuelo me respondía asintiendo en silencio sin mirarme. Era la fama de trotamundos, sin embargo, lo que mejor parecía definir al abuelo Ramón. Cuando yo era niño ya sabía que el abuelo siempre deambulaba de esquina a esquina de la Península Ibérica y que siempre que volvía contaba lo que había descubierto durante sus aventuras. El marisco en ese pequeño restaurante de San Sebastián. Espectacular, aunque tienes que conducir por una carretera hasta lo alto de unos riscos y da algo de repelús. Las tapas en Almería son increíbles. Te tomas tres cervezas y ya no tienes que comer. Zamora es preciosa. No te creas lo que pone en las guías de viaje. Mi padre solía contar que cuando era joven el abuelo Ramón había viajado por todo el mundo, o por lo menos por todo el mundo que había podido viajar. Con la única intención de aprender y de ensanchar sus horizontes, solía añadir con un deje de orgullo mientras me hacía sentir provinciano a mis doce años de edad. El abuelo había estado en Calcuta trabajando en una empresa textil. Durante los setenta estuvo un tiempo en Estambul gracias a un amigo cónsul trabajando como guía turístico para europeos. Conocía Marruecos y Argelia como la palma de su mano. Incluso más adelante, ya en los ochenta, se jactaba de los amigos que tenía en Cuba y de compañeros de la Unión Soviética que siempre tenían las puertas abiertas para él. Toda mi vida admiré al abuelo por su amplitud de miras, por su tolerancia, por su dedicación a adoptar las costumbres del lugar donde estaba. Por su eterna búsqueda de la iluminación, en el fondo. Toda mi vida, hasta la Nochebuena en la que mientras la familia discutía en la cocina sobre un plato de gambas me senté a su lado en el sofá y le dije lo mucho que su ejemplo había significado para mí. El abuelo, que para entonces ya no era más que una sombra de lo que había sido y que sospecho esperaba a la muerte con cierta impaciencia, me miró con ojos sorprendentemente crueles y me dijo: no sé de qué hostias hablas. De tus viajes, abuelo. De la gente a la que has conocido. Sonrió con desgana y me respondió: ¿te crees que me importan una mierda las personas que he conocido? La única razón por la que he viajado de lado a lado ha sido por aprender de ellos. Por robarles sus secretos, sus trucos, cualquier manera superior que tuviesen de ver el mundo. Por ver paisajes que me gustaran a mí, que me causaran placer. Fui a la India por lo mismo que fueron los ingleses: a rapiñar, a expoliar. A robar, coño. A mí me da absolutamente igual que creas que las vacas del Ganges o las llamas del altiplano o lo que sea son dioses. A mí me interesa aprender nuevas recetas para comer mejor. Y el que te diga lo contrario miente.

Y así el abuelo Ramón fue mi primer contacto con el intelectual como egoísta supremo.

11 jun 2014

Nadando entre ánimas

"No, no amamos a nadie. Nos gusta creer que lo hacemos porque creemos que el mundo es así. Creemos que hasta el más vil genocida es capaz de amar a la persona adecuada, pero no: en realidad nadie quiere a nadie. Queremos a nuestra idea de la gente, a nuestra concepción del otro, a nuestra intuición sobre cómo son los demás, a nuestro imperfecto boceto de ellos. No podemos amar a las personas porque las personas son demasiado complejas, porque jamás llegamos a conocerlas por completo. Nos engañamos pensando que lo hacemos pero en realidad amamos a una diminuta parte de ellas, a sus ánimas, a la parte de ellas que hemos construido y absorbido y que ahora está dentro de nosotros.


"Besamos a fantasmas, bailamos con fantasmas, le sonreímos a fantasmas, intentamos reconocer los suspiros de fantasmas entre los de otros fantasmas, mordemos el cuello de fantasmas, lloramos en el hombro de fantasmas, lamemos el sudor de fantasmas, acariciamos el pubis de fantasmas, buscamos inconscientemente agarrar la mano de fantasmas, le abrimos nuestro corazón a fantasmas.

"Nadamos entre espectros, día tras día, noche tras noche, durante la única vida que se nos ha dado.

Versión actualizada de un texto de mi antiguo blog

12 may 2014

Duerme Yahveh

Era una tarde caliente y espesa. No recuerdo si había viajado a Madrid sólo por verte o si nos habíamos visto porque yo estaba en Madrid: el paso de los años ha acabado mezclando causa con efecto y ahora lo único que recuerdo con claridad es esa fatídica tarde. Recuerdo que habíamos visitado el Templo de Debod, traído desde Egipto piedra a piedra para salvarlo de una inundación, y después ido a escuchar música a alguno de esos garitos gafapasteros que tanto te gustaban, mi vieja amiga, aunque bien pudiera ser que todo esto me lo esté inventando ahora a base de recordar lo recordado. De lo que estoy completamente seguro es de lo que pasó aquella tarde.

Estábamos tumbados en una isleta de césped cerca de la Castellana, tomando el sol sin decirnos nada, con nuestras gafas de sol de cristales redondos ocultando nuestros ojos de las miradas de los curiosos. La tarde era perfecta y perezosa, y con la mente empujábamos el sol hacia atrás para evitar que llegara la noche. Tendríamos que haber entendido que el silencio no presagiaba nada bueno.

Entonces lo oímos. Era como siempre había imaginado el sonido de la marabunta, como un crepitar de llamas, un murmullo átono que se estaba acercando rápidamente a nosotros. Me levanté las gafas levemente y me incorporé. Un río blanco se había abierto paso por la calle y al encontrarse con nuestra isla de paz se había separado en dos y seguido avanzando. Estábamos rodeados, encallados ahora en una auténtica isla, separados del resto de la ciudad por una pálida masa informe. Por fin distinguimos canciones entre el susurro, cánticos arcaicos e irracionales que no nos llenaban de terror porque estaban entonados en español y no en cualquier otra lengua muerta. Aún así nos levantamos como si nos estuviésemos quemando, sin tener ni idea de lo cerca que estábamos de la verdad. Agarré tu mano aterrorizado, buscando refugio en ti y olvidando todos los patrones sociales de masculinidad, pues por fin había comprendido que la marea no era agua sino personas, o al menos simulacros de personas, inmensas amebas vestidas con la piel de los seres humanos que habían fagocitado. Un rebaño humanoide sujetando con un número impar de manos lo que parecían ser decenas de pancartas fotocopiadas, una masa de gente que se movía con la torpeza de quien nunca ha tenido que salir a la calle para quejarse de nada pues siempre han encajado perfectamente en la Máquina. Hijos modélicos del primer mundo, especímenes del terror engendrados en el seno de vidas tranquilas y alimentaciones equilibradas. Familias con decenas de hijos idénticos, niños arios de sonrisas congeladas y mirada de marinerito que sólo con vivir ya estaban enviando a la muerte a decenas de personas en África. Seres infectos cuya sola existencia estaba destruyendo el mundo, que no tenían que hacer nada más que respirar para matar. Miles de muñecas rusas vomitadas por abyectas vaginas, que seguramente habían sido santificadas por el Sumo Sacerdote y que ya contenían en su interior la promesa de otra generación idéntica a la actual. Defensores de lo Normal, se llamaban; cruzados en busca de un Jerusalén que jamás había existido, mancillando la calle con sus pisadas y gritando orgullosos con lenguas envenenadas que nuestro Creador no nos había creado iguales y que así estaba bien. Entendí que esa maligna sinergia entre el culto a la fecundidad y la llamada a la homogeneización solo podía proceder de alguna abominación maltusiana más antigua que nuestra civilización, de un aberrante monstruo de naturaleza ajena al hombre cuyo nombre sólo se susurrara en oscuras sacristías donde el único otro sonido permitido fuese la rítmica palmada humeda de testículo contra nalga.

Me sentí marear. Tú observabas la calle en silencio, sin quitarte tus gafas de sol, impasible como una estatua. Una mueca que intentaba ser sonrisa adornaba tu cara. Quizás habías asumido lo inevitable o quizás ya habías visto cómo nuestra isla comenzaba a hacerse cada vez más pequeña. El rebaño humano nos había visto, había olido mi miedo, había escuchado mi respiración entrecortada, y había actuado enviando sus seudópodos hacia nosotros. Sentí ganas de vomitar, senti la piel de mi escroto tensarse y comencé a ver borroso entre mis lágrimas. Vi miles de niños rubios de bocas entreabiertas, muñequitos idénticos como idénticas gotas de sangre que desfilaban coreando nombres que herían mis oídos, trepando por nuestras piernas con sus manitas de cerdo, arañando nuestra ropa con sus impolutas uñas, penetrando por todos nuestros orificios corporales mientras gorgoteaban con alegría. Chillando como murciélagos mientras sus obesos padres sonreían con superioridad al vislumbrar nuestro cercano fin, ella relamiéndose con dos lenguas bífidas al ventear nuestra muerte y él frotándose su mal disimulada erección mientras sus dedos engarfiados retorcían el asta de la bandera nacional. Abrí la boca. "El enemigo existe, el enemigo está aquí, el enemigo está vivo y está matando. Nos está matando a nosotros. Nos va a matar a todos." Quería chillar pero las pequeñas comadrejas rubias ya me habían desgarrado las cuerdas vocales y estaban avanzando por mi caja torácica. “Tu Dolor es mi Maná”, bramaba la turba. Absurdamente pensé en el Templo de Debod, y entendí que es lo que me estaba pasando: me estaban descomponiendo pieza a pieza, y después me reconstruirían en la oscura Ciudad Profunda, viejo pero nuevo, para hacerme uno con el Nuevo Viejo Mundo. Para salvarme, elevarme y por fin sentarme a la diestra del Sin Nombre, el que duerme a la espera.

Texto aparecido en el número 2 de Homo Velamine

7 may 2014

Adios a España

Cómo añoro a mi lejano país, pensé mientras los nudillos del segundo redneck se hundían de nuevo en mi páncreas y mis rodillas se estrellaban contra el fango. No recuerdo si había vomitado ya o si lo hice entonces, pero sí que recuerdo que pensé que en mi país este hombre iría desarmado y no estaría sacándose la pistola de detrás del pantalón. No, como mucho sería un desgarbado gitano de la Quinta Julieta y me estaría amenazando a mano desnuda. Dame las perras, me diría, y no que me va a volar la puta cabeza. Y no me habría sacado del coche tras reventar la ventanilla con una palanqueta sólo por haberle llamado hijo de puta, porque en mi país aún se puede ir andando a por el pan y no es necesario ir a cuatro ruedas hasta para mear. Y para qué me compré un híbrido, seguía pensando, si con un gasolina más barato me habrían acabado volando la cabeza igual. Ah, en España sí que sabemos matar, artesanalmente, como llevamos haciendo desde el medievo. No en vano no hemos dejado ni un animal que mate en toda la Península. Quizás el lobo y algún lince, pero en ello estamos. Y para las personas no necesitamos segundas enmiendas ni pena de muerte. Sabemos que lo que vale la pena se hace esperar y preferimos o que nuestros enemigos se nos mueran o darles empujoncitos para que prefieran morir. No como aquí, que aquí está todo prefabricado y envuelto para el consumo rápido. Es todo McMuerte y Kentucky Fried Winchester. Si venden pistolas durante los partidos de hockey, entre las palomitas, pecanas y los cañamones, ¿cómo van a entender la paciencia que requiere la buena matanza artística? Aquí no entienden que masacres como las de Puerto Hurraco son excepciones a la regla y que no deben ser consentidas: aquí están acostumbrados a que adrenalina y testosterona sean suficientes para mandar a alguien al otro barrio. Son gente extremadamente simple. Por ejemplo, no dicen ser socialistas para después comportarse como fascistas: simplemente son fascistas. Qué inocencia, por favor. Como niños, como decía mi abuelo todavía resentido por la paliza que le habían dado dos negros de la base americana después de que le escupiera cerveza a la cara a uno de ellos. Y como buenos nuevos ricos no comprenden la paciencia que viene con la madurez y lo quieren todo ya. Satisfacción instantánea. Eficiencia, qué horrible palabra. Aquí no se saltaron todos los grandes movimientos de la historia y los sustituyeron por imitación y envidia a partes iguales, no: aquí son muertos de hambre que prefieren trabajar como puercos y se enorgullecen de no ser más que esclavos. No quieren subirse al carro, prefieren tirar de él como buenos asnos. No han recibido las suficientes hostias. Ya les llegarán, ya. La pistola del primer redneck baila frente a mis ojos. Parece que duda. No quiere meterse en un lío por una tontería. Cree que con el susto que me ha dado ya es bastante. Le escupo a la cara, como mi abuelo. Como en España ni hablar, le grito entre lágrimas. Os trajimos la civilización cuando no érais más que monos. Entrecierra los ojos. Mejicano de mierda, es lo último que oigo.

Texto aparecido en el número 5 de Homo Velamine

11 mar 2014

El aeropuerto

Eran ya las tres de la tarde. Con suerte nos quedarían cuatro horas de sol. Me giré hacia Kasey y le dije que me hacía mucha gracia que incluso el pueblo más pequeño del condado tuviese un recinto vallado al que llamaran aeropuerto, generalmente con un pequeño helicóptero resguardado bajo las ramas invasoras de los árboles del cercano pantano, generalmente con algún motor de avión medio desguazado como único símbolo de que hubiese existido alguna vez algún tipo de actividad.

Ella soltó una carcajada mientras su viejo pick-up volvía a brincar cual caballo bravo. Una piedra, quizás, o una tortuga despistada salida de los Everglades, como ya había comprobado que ocurría con cierta regularidad. Kasey no había soltado ninguna maldición sobre la posibilidad de que el caparazón le hubiese hecho polvo la transmisión al camión, así que asumí que aunque mi espalda no estuviese de acuerdo no se trataba de nada importante. Verás, me dijo sacándome de mi estúpido diálogo interno, generalmente las pistas de aterrizaje están hechas de grass, de césped, de hierba. No sabía yo eso, respondí algo confundido. Ella sonrió de nuevo. Bueno, al menos aquí. Sabes que por aquí la vegetación crece sin control y sin necesidad de ayuda humana. Una pista de aterrizaje de césped es una pista que no necesita mantenimiento. No es como el asfalto, ni tan siquiera como la tierra prensada. Si le haces un agujero, se tapa él solo en cuestión de días. Aunque tampoco me hagas mucho caso, me dijo con media sonrisa, que no soy piloto.

¿Y el aeropuerto al que vamos es así? Ahora ella dudó. Verás, me dijo, lo llamamos "el aeropuerto" pero hace ya años que no lo es. Durante los ochenta el dueño de las tierras, un mejicano, tenía una pista de hierba sin cultivar, justo al lado de un depósito de agua. ¿Ese de ahí?, pregunté. No, aún nos quedan unas cuantas millas para llegar. Asentí y me recosté en el asiento. Era lo mejor que podía hacer para evitar un latigazo cervical si el camión volvía a decidir volar por los aires. Ella continuó, con su mano izquierda en el volante y sosteniendo el vaso de té dulce con la derecha, visiblemente irritada por no poder alcanzar el medio paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo de su camisa sin tener que soltar uno de los dos. Mi padre solía decir que en el aeropuerto aterrizaban todo tipo de avionetas civiles, sobre todo por la noche. El abuelo Pete, que había sido un rumrunner de joven, juraba que había visto una avioneta despegar a plena luz del día con... ¿Tu abuelo fue un contrabandista?, interferí. No, no, el abuelo de mi padre, que murió hace un par de años; solía llevar alcohol de contrabando hasta New Jersey metido dentro de, no te rías, cajas de pescado. Eran los tiempos en los que el contrabandista aún era un héroe romántico. En los ochenta eso ya era historia pasada, claro. Tenías a mejicanos, tahitianos, colombianos y vete a saber quién más desesperados por repartirse el enorme pastel del tráfico de cocaína. Ya sabes que Pablo Escobar gastaba miles de dólares mensuales sólo en gomas elásticas para poder empaquetar sus narcodólares. Ese era el tipo de gente que usaba el aeropuerto. Vaya, respondí.

Habíamos abandonado la interestatal y nos habíamos adentrado por una amplia pista de tierra, aunque según el cartel a la derecha del camino era un "boulevard". Ahora el camión se agitaba de lado a lado como si estuviese poseído, y tuve que agarrarme al borde de mi asiento e intentar aparentar que la situación no me incomodaba. Pensarás que esa gente es auténtica escoria, ¿verdad?, gritó Kasey por encima del estruendo del motor y la gravilla. Me callé esperando a que continuara. No quería meter la pata. Pues verás, hace unos diez años el dueño de la granja que estamos atravesando le compró esas tierras al mejicano, aeropuerto incluído, para cultivar... ¿cómo lo llamáis vosotros?, regadíos, ¿no? Asentí levemente. Unos meses después decidieron desmontar la torre de agua, que por entonces era más peligrosa que útil y, ¿sabes lo que encontró la cuadrilla dentro de la torre? Cientos de dólares dentro de bolsas de basura. No una bolsa, no, sino una veintena. Nadie se podía explicar qué demonios significaba eso. El dueño llamó inmediatamente a la policía, mi padre incluído, y ellos lo entendieron en cuanto lo vieron. Resulta que no era la primera vez que veían algo parecido en el condado. El mejicano alquilaba la pista a narcotraficantes, sí, pero no era tan loco como para quedarse allí a cobrar. El aeropuerto funcionaba por un sistema de buena voluntad, lo creas o no. Los narcos, o más bien los lugareños a los que habían contratado, hacían sus negocios allí y dejaban dentro de la torre de agua el dinero que consideraban adecuado. ¿Qué te parece? Me quedé un rato mirando al infinito horizonte y repuse: me parece que siempre le pagaban bien, ya que así se aseguraban de que no le diría nada a nadie; no es mal sistema. Ella se volvió a reir. Claro, y cuando la gran fiesta de la coca se acabó vendió la torre y se fue a... bueno, imagino que a cocinar meth como el resto de su generación. Pero los narcos siguieron usando el aeropuerto por la noche y siguieron dejando la propina en la torre. Para el nuevo dueño.

Solté una risita. Increíble. ¿Y el nuevo dueño se lo dijo a la policía así sin más? Imagino que se lo pensaría bastante, dijo ella asintiendo, pero para entonces el espectro de los narcotraficantes era ya pasado. Miami Vice era una serie de época, ya me entiendes. Asentí. Tras dudarlo un par de segundos solté la frase que estaba evitando desde hacía horas atrás. ¿Y esto cómo me va a ayudar a encontrar a mi padre?

Niño gordo

El niño gordo vuelve a casa llorando y sangrando por la nariz. Su madre, asustada, corre a abrazarle y a cubrirle de cariño. Horas más tarde, su padre enfila su Opel Vectra calle abajo y sin siquiera pestañear atropella a un niño que corre. Desciende del vehículo, gato hidráulico en mano, y golpea al caído muchacho hasta que este deja de gemir. Después recupera del cuerpo inerte del ladronzuelo de barrio una Nintendo 3DS que, aunque empapada en sangre y heces, por suerte aún funciona.

Al caer la noche el padre vuelve a casa y, sorprendido, pregunta: "¿Niño, qué te ha pasado en la nariz?".
Versión alternativa de texto aparecido en el perfil de Facebook de Homo Velamine

La chica de los puños cerrados, diez años después

Hace diez años escribía esto. Es un texto melancólico, como todo lo que solía escribir años atrás, y excesivamente sentimental. Es un texto, no os voy a engañar, que no me gusta. La mujer a la que este texto iba dirigido dejó de ser parte de mi vida hace bastante tiempo, tras una serie de desencuentros que me dejó convertido en una especie de títere sin cuerdas o más bien en un gilipollas sin rumbo. A veces, cuando buceo en el pasado por razones diversas, me encuentro artefactos de esa relación en ruinas, testigos de una historia protagonizada por una persona extraña que me cuesta creer que realmente existiese. Sobra decir que esa persona extraña que encuentro en esos artefactos no es mi antigua pareja, soy yo. Por suerte, hoy en día hay otra persona a mi lado, alguien que me hace dudar de que siquiera ponerle a esa historia la etiqueta "relación" tenga algún mérito. Nunca viene mal algo de perspectiva...


Lo siento mucho, amor, pero hoy no me veo capaz de hablar de tí. Hoy es un día de dolor, de sangre y dolor. La noticia con la que muchos nos hemos levantado me ha revuelto el estómago y me ha hecho sentirme avergonzado una vez más de ser humano. Y es algo que cada vez me ocurre más a menudo.
Lo siento mucho, amor, pero hoy no creo que deba contar al público lo que ya saben sobre mí y sobre tí. Y aún así sé que no debemos centrarnos en la catástrofe. Para intentar no fijarnos sólo en todo lo malo que ha ocurrido en el día. Para sacar la cabeza, para seguir andando, para nadar contra corriente pase lo que pase, para reírnos del destino mientras tiramos copas de champán contra la pared, para bordar el sprint tras el sprint, para recordar que la felicidad nunca es algo unilateral, para cerrar los ojos y respirar... Ugh...
Hoy me siento mal...
Verás, te voy a ser sincero. Esta mañana, a eso de las once, yo estaba sentado en las escaleras traseras de la nueva escuela. Creo que no la has visto todavía, ¿verdad? Habíamos ido a hablar con la subidrectora sobre la revista y nos habíamos encontrado con que en su despacho sólo estaba la becaria chateando (esa becaria llamada Mimito, ¿recuerdas?). Así que J y yo estábamos sentados frente a la autopista, junto al parking, viendo pasar los minutos y acercarse la tarde, algo frustrados y sin ganas de irnos ya a casa. Todo estaba en calma. Los pájaros piaban, la brisa hacía olas en los campos de panizo, unos pocos camiones pasaban por la A2, el sol brillaba, una Coca-Cola Light caliente languidecía a mi lado, yo me sentía tan bohemio y atractivo como de costumbre, J se liaba tranquilamente un petardo mientras me contaba sus planes para el fin de semana, la rubia de rizos me sonreía al pasar frente a mí y yo mascullaba algún piropo por pura cortesía. El mundo era redondo, redondo y pulido.
Yo pensaba en ti mientras J desgranaba sus planes. Pensaba en tus enormes ojos embriagados, en tus frías y esquivas manos, en tu mohín de agobio cuando hablabas por teléfono con tu hermana, en tu suspiro tembloroso cuando te acariciaba la nuca con la yema del dedo índice, en tu voz titubeante cuando me susurrabas 'imbécil' con una sonrisa nerviosa, en tu divertida furia cuando me acusaste de haberte engañado respecto al autobús, en los esfuerzos que tuve que hacer para no morderte los labios en ese momento y en muchos otros... y yo estaba sonriendo. Sonreía, mi amor.
Y entonces ha salido por la puerta una chica, llorando, apretando los puños y los dientes, corriendo en dirección a un coche del parking. Sólo yo he visto sus lágrimas.
Me he levantado y me he fijado en toda la gente que había reunida allí, junto a las puertas abiertas del coche, escuchando la radio... y llorando, maldiciendo, murmurando. Quince personas, tal vez. J me ha comentado cómo se había enterado de la tragedia mientras escuchaba la radio viniendo hacia el barrio. Yo le he respondido que mi madre me lo había contado por teléfono unas horas antes y que había desayunado viendo las imágenes con cierto desapasionamiento. He recordado esa mañana tan lejana en la que el ruido de la explosion junto a la casa-cuartel de Zaragoza me despertó bruscamente de mi sueño. Y he dejado de sonreír.
La chica llorando me ha destrozado todo, mi amor. Durante unos segundos, cierto: no voy a decirte que me ha estropeado el día, pero me ha sacudido violentamente. He vuelto a ver el mundo redondo pero ya no pulido sino fragmentado, descascarillado y salpicado de ruinas.
No se puede sentir desapasionamiento ante algo así. Yo no puedo, ni quiero. Anoche me dijiste que no te creías lo de mi supuesta frialdad. Felicidades, cariño; tenías razón. Y eso significa que no renuncio ni a pulir el mundo ni a luchar por quienes quiero. Yo no voy a enfriarme, amor. ¿Y tú?
En efecto...
Al final he acabado hablando de tí...

7 mar 2014

Sólo un poco

Cerraré los ojos
esta noche.
Y quizás,
sólo quizás,
me permita creer
que la guerra ha acabado.

Dejaré que amarte me defina
sólo un poco.

6 mar 2014

El escritor autodestructivo

Complicada es la vida del escritor que sólo es capaz de hacerlo desde sus entrañas. El artista, el esteta, el ingeniero de la palabra: ese es el afortunado. ¿Qué hace el escritor primario, el escritor que necesita sentir como si una entidad le poseyera o la musa le violara, cuando el verbo no fluye? ¿Cómo escribe cuando su interior es plácido y su vida feliz? ¿Cómo contacta con su lado más oscuro y vuelve a escupir sobre la página? ¿Pretende estar desesperado? ¿Se engaña a sí mismo hasta ese punto sólo por ser capaz de volver a escribir? ¿Llega su anquilosamiento hasta el nivel de que desea volver a vivir en desgracia y añora el dolor?

¿O simplemente deja de escribir?

Creo que el auténtico escritor es el que no tiene clara la respuesta a este dilema, o quizás sea el que opta por la primera opción sin dudarlo. No creo que lo sepa nunca.

2 feb 2014

La ciencia y yo

Hay poquitas cosas más arrogantes que intentar explicar la visión del mundo que uno tiene e intentar hacerlo con palabras simples. Lo acepto, pero realmente no me importa demasiado. No me gusta ser obtuso. Me gusta ser claro y que se me entienda, me gusta compartir un lenguaje común con aquellos a los que me dirijo, y eso es en parte gracias a mi formación científica. Aunque realmente la ciencia y yo siempre hemos tenido una relación de amor-odio bastante compleja, y ese es buen lugar por el que comenzar.

Cuando era niño y vivía en ese lugar mítico llamado "los ochenta", que ahora todos recordamos con nostalgia pero que realmente era bastante gris y anodino, yo tenía la cabeza en las estrellas, supongo que como todos. Pero mis estrellas eran las del cielo y no las del fútbol o el celuloide: mis ídolos no eran David Bowie o Fernando Hierro sino gente con nombres como Niels Bohr o Galileo Galilei cuyos rostros sólo había visto en blanco y negro. Mis ídolos pop, mis ídolos basura, mis ídolos de pies de barro, todos esos no llegaron hasta la adolescencia y al principio fueron meramente maneras que tuve de intentar integrarme en el grupo poniéndome camisetas de Nirvana como quien se pinta colores tribales en la cara. Pero antes de que el mundo me golpeara con su torrente de ideas yo era el niño superdotado prototípo, mucho más interesado en recoger muestras que poder analizar en el microscopio que en jugar a policías y ladrones (y cuando lo hacía siempre me pedía el papel de médico forense). Devoraba tomos de enciclopedia a la vez que los tebeos. Leía libros en lugar de jugar al fútbol. No exagero. Mis profesores no sabían qué hacer conmigo, y mis padres tampoco lo tenían demasiado claro. Nadie podía imaginar que mi vida no fuese a acabar en un laboratorio o tras el podio de un aula. Imaginaban que dejándome suelto encontraría el camino hacia el éxito académico. Nadie me conocía realmente, por supuesto. Mi desbordante imaginación, que siempre había sido mi principal rasgo aún por encima de la sed de saber, siempre parecía estar opuesta a lo que leía en los libros de estudio, y eso me desconcertaba enormemente.

(Me doy cuenta ahora de que parezco estar escribiendo unas memorias, y me siento ridículo, pero ya he empezado y es demasiado tarde para detenerme.)

La primera carrera que abandoné, sin ir más lejos, fue Ciencias Físicas. Una carrera monolítica, con sólo cuatro asignaturas y meses con días de diez horas de trabajo entre clase y laboratorio, que me pilló en un delicado momento en el que la alta energía que más me interesaba era la sexual. Aunque aún amaba la ciencia, no pude con la universidad. Todo en mí se rebelaba contra el absurdo método de aprendizaje que intentaban aplicar sobre mí, sobre una persona que jamás había logrado enfocarse en nada concreto, que siempre había sido bueno en todo, y a quien no supieron reconducir hacia un objetivo. Puede sonar arrogante decir que el sistema educativo me falló, pero creo que nos fallamos mutuamente. Fue la primera vez en mi vida que tiré la toalla, una espina que sigo teniendo clavada. Pero fue en ese año perdido, sin embargo, en el que conocí a un hombre que me explicó detalladamente delante de un par de cafés su visión de que el método científico era meramente una herramienta y que la ciencia no era más que un modelo mediante el que intentar entender el mundo, y que elevarlas a nada más que eso era convertirlas en una mera creencia y pervertir por completo la razón por la que las habíamos creado. Me dijo que estábamos de pie en los hombros de gigantes, de cientos de científicos que habían contribuido al conocimiento humano, y que reducir este conocimiento a mero panfleto o a colección de versículos era un acto simplemente criminal. Este señor, por cierto, era el condecoradísimo y excelentísimo rector de la Facultad de Ciencias, y mentiría si no dijese que sus palabras no tuvieron un efecto perturbador en mi concepción del mundo.

Realmente aún era un niño que apenas había vivido, y como tal no pude entender a qué se refería el señor rector. Tarde mucho en conocer a los sacerdotes de la ciencia, pero fue entonces cuando las palabras del rector por fin encajaron. Muchos de ellos habían abrazado el racionalismo y el método científico como violenta oposición a la religión cristiana que había imperado en sus vidas, algunos de una manera enfermiza que me recordaba incómodamente al desdén que había visto en la iglesia hacia los no creyentes. Todos ellos eran en cierto modo disminuidos, casi personas, incapaces de ver el mundo sin otro cristal que no fuese el hipotético-deductivo al que habían dedicado sus vidas, incapaces de ver el arte o la belleza más allá de la supersimetría o del equilibrio matemático. Ignoraban todo aquello que no pudiese ser demostrable empíricamente y con ello ignoraban gran parte de la existencia humana. Todos ellos, en el fondo, eran presa del intelectualismo como método de departamentalización: la creencia en ser parte de una élite inalcanzable en lugar de la creencia en la necesidad de ampliar los límites de dicha élite educando y enseñando.

Estas personas me confundían mucho. Ellos, que habían terminado sus estudios, me parecían mucho más capacitados para decidir qué era la ciencia que yo (y aún ahora les veo entornando los ojos y diciendo "la ciencia es lo que es", como quien dice "alea jacta est" o "Dios proveerá"). No los podía diferenciar de los sacerdotes que había tenido que sufrir de niño y aquello me aterró. Perdí un poco el norte, no os voy a mentir: durante un tiempo realicé rituales mágicos sobre glifos, utilicé energía tántrica para cargar conjuros y me empapé de las filosofías más marginales que pude encontrar, cambiando toda mi perspectiva sobre el mundo cada pocos días. Era lo único que parecía tener sentido: no podía seguir adelante sin tener un modelo, una brújula, y no la encontraba. No todo fue tan extremo, por supuesto: aprendí a hablar con la gente y a disfrutar del arte y descubrí con humildad lo mucho que esos ídolos pop de mi juventud le habían dado al mundo. Tras atravesar ese terrorífico crisol por fin pude alcanzar mi modelo del mundo actual, que me gustaría decir que es equilibrado pero que probablemente sea más bien esquizofrénico: aún tengo a la razón como mi guía, aún confío en una visión científica del mundo, pero intento evitar que me impida detenerme a ver la belleza de lo irracional y, sobre todo, intento evitar que me haga creerme superior a nadie.

Fallo a menudo.