2 feb 2014

La ciencia y yo

Hay poquitas cosas más arrogantes que intentar explicar la visión del mundo que uno tiene e intentar hacerlo con palabras simples. Lo acepto, pero realmente no me importa demasiado. No me gusta ser obtuso. Me gusta ser claro y que se me entienda, me gusta compartir un lenguaje común con aquellos a los que me dirijo, y eso es en parte gracias a mi formación científica. Aunque realmente la ciencia y yo siempre hemos tenido una relación de amor-odio bastante compleja, y ese es buen lugar por el que comenzar.

Cuando era niño y vivía en ese lugar mítico llamado "los ochenta", que ahora todos recordamos con nostalgia pero que realmente era bastante gris y anodino, yo tenía la cabeza en las estrellas, supongo que como todos. Pero mis estrellas eran las del cielo y no las del fútbol o el celuloide: mis ídolos no eran David Bowie o Fernando Hierro sino gente con nombres como Niels Bohr o Galileo Galilei cuyos rostros sólo había visto en blanco y negro. Mis ídolos pop, mis ídolos basura, mis ídolos de pies de barro, todos esos no llegaron hasta la adolescencia y al principio fueron meramente maneras que tuve de intentar integrarme en el grupo poniéndome camisetas de Nirvana como quien se pinta colores tribales en la cara. Pero antes de que el mundo me golpeara con su torrente de ideas yo era el niño superdotado prototípo, mucho más interesado en recoger muestras que poder analizar en el microscopio que en jugar a policías y ladrones (y cuando lo hacía siempre me pedía el papel de médico forense). Devoraba tomos de enciclopedia a la vez que los tebeos. Leía libros en lugar de jugar al fútbol. No exagero. Mis profesores no sabían qué hacer conmigo, y mis padres tampoco lo tenían demasiado claro. Nadie podía imaginar que mi vida no fuese a acabar en un laboratorio o tras el podio de un aula. Imaginaban que dejándome suelto encontraría el camino hacia el éxito académico. Nadie me conocía realmente, por supuesto. Mi desbordante imaginación, que siempre había sido mi principal rasgo aún por encima de la sed de saber, siempre parecía estar opuesta a lo que leía en los libros de estudio, y eso me desconcertaba enormemente.

(Me doy cuenta ahora de que parezco estar escribiendo unas memorias, y me siento ridículo, pero ya he empezado y es demasiado tarde para detenerme.)

La primera carrera que abandoné, sin ir más lejos, fue Ciencias Físicas. Una carrera monolítica, con sólo cuatro asignaturas y meses con días de diez horas de trabajo entre clase y laboratorio, que me pilló en un delicado momento en el que la alta energía que más me interesaba era la sexual. Aunque aún amaba la ciencia, no pude con la universidad. Todo en mí se rebelaba contra el absurdo método de aprendizaje que intentaban aplicar sobre mí, sobre una persona que jamás había logrado enfocarse en nada concreto, que siempre había sido bueno en todo, y a quien no supieron reconducir hacia un objetivo. Puede sonar arrogante decir que el sistema educativo me falló, pero creo que nos fallamos mutuamente. Fue la primera vez en mi vida que tiré la toalla, una espina que sigo teniendo clavada. Pero fue en ese año perdido, sin embargo, en el que conocí a un hombre que me explicó detalladamente delante de un par de cafés su visión de que el método científico era meramente una herramienta y que la ciencia no era más que un modelo mediante el que intentar entender el mundo, y que elevarlas a nada más que eso era convertirlas en una mera creencia y pervertir por completo la razón por la que las habíamos creado. Me dijo que estábamos de pie en los hombros de gigantes, de cientos de científicos que habían contribuido al conocimiento humano, y que reducir este conocimiento a mero panfleto o a colección de versículos era un acto simplemente criminal. Este señor, por cierto, era el condecoradísimo y excelentísimo rector de la Facultad de Ciencias, y mentiría si no dijese que sus palabras no tuvieron un efecto perturbador en mi concepción del mundo.

Realmente aún era un niño que apenas había vivido, y como tal no pude entender a qué se refería el señor rector. Tarde mucho en conocer a los sacerdotes de la ciencia, pero fue entonces cuando las palabras del rector por fin encajaron. Muchos de ellos habían abrazado el racionalismo y el método científico como violenta oposición a la religión cristiana que había imperado en sus vidas, algunos de una manera enfermiza que me recordaba incómodamente al desdén que había visto en la iglesia hacia los no creyentes. Todos ellos eran en cierto modo disminuidos, casi personas, incapaces de ver el mundo sin otro cristal que no fuese el hipotético-deductivo al que habían dedicado sus vidas, incapaces de ver el arte o la belleza más allá de la supersimetría o del equilibrio matemático. Ignoraban todo aquello que no pudiese ser demostrable empíricamente y con ello ignoraban gran parte de la existencia humana. Todos ellos, en el fondo, eran presa del intelectualismo como método de departamentalización: la creencia en ser parte de una élite inalcanzable en lugar de la creencia en la necesidad de ampliar los límites de dicha élite educando y enseñando.

Estas personas me confundían mucho. Ellos, que habían terminado sus estudios, me parecían mucho más capacitados para decidir qué era la ciencia que yo (y aún ahora les veo entornando los ojos y diciendo "la ciencia es lo que es", como quien dice "alea jacta est" o "Dios proveerá"). No los podía diferenciar de los sacerdotes que había tenido que sufrir de niño y aquello me aterró. Perdí un poco el norte, no os voy a mentir: durante un tiempo realicé rituales mágicos sobre glifos, utilicé energía tántrica para cargar conjuros y me empapé de las filosofías más marginales que pude encontrar, cambiando toda mi perspectiva sobre el mundo cada pocos días. Era lo único que parecía tener sentido: no podía seguir adelante sin tener un modelo, una brújula, y no la encontraba. No todo fue tan extremo, por supuesto: aprendí a hablar con la gente y a disfrutar del arte y descubrí con humildad lo mucho que esos ídolos pop de mi juventud le habían dado al mundo. Tras atravesar ese terrorífico crisol por fin pude alcanzar mi modelo del mundo actual, que me gustaría decir que es equilibrado pero que probablemente sea más bien esquizofrénico: aún tengo a la razón como mi guía, aún confío en una visión científica del mundo, pero intento evitar que me impida detenerme a ver la belleza de lo irracional y, sobre todo, intento evitar que me haga creerme superior a nadie.

Fallo a menudo.