11 mar 2014

El aeropuerto

Eran ya las tres de la tarde. Con suerte nos quedarían cuatro horas de sol. Me giré hacia Kasey y le dije que me hacía mucha gracia que incluso el pueblo más pequeño del condado tuviese un recinto vallado al que llamaran aeropuerto, generalmente con un pequeño helicóptero resguardado bajo las ramas invasoras de los árboles del cercano pantano, generalmente con algún motor de avión medio desguazado como único símbolo de que hubiese existido alguna vez algún tipo de actividad.

Ella soltó una carcajada mientras su viejo pick-up volvía a brincar cual caballo bravo. Una piedra, quizás, o una tortuga despistada salida de los Everglades, como ya había comprobado que ocurría con cierta regularidad. Kasey no había soltado ninguna maldición sobre la posibilidad de que el caparazón le hubiese hecho polvo la transmisión al camión, así que asumí que aunque mi espalda no estuviese de acuerdo no se trataba de nada importante. Verás, me dijo sacándome de mi estúpido diálogo interno, generalmente las pistas de aterrizaje están hechas de grass, de césped, de hierba. No sabía yo eso, respondí algo confundido. Ella sonrió de nuevo. Bueno, al menos aquí. Sabes que por aquí la vegetación crece sin control y sin necesidad de ayuda humana. Una pista de aterrizaje de césped es una pista que no necesita mantenimiento. No es como el asfalto, ni tan siquiera como la tierra prensada. Si le haces un agujero, se tapa él solo en cuestión de días. Aunque tampoco me hagas mucho caso, me dijo con media sonrisa, que no soy piloto.

¿Y el aeropuerto al que vamos es así? Ahora ella dudó. Verás, me dijo, lo llamamos "el aeropuerto" pero hace ya años que no lo es. Durante los ochenta el dueño de las tierras, un mejicano, tenía una pista de hierba sin cultivar, justo al lado de un depósito de agua. ¿Ese de ahí?, pregunté. No, aún nos quedan unas cuantas millas para llegar. Asentí y me recosté en el asiento. Era lo mejor que podía hacer para evitar un latigazo cervical si el camión volvía a decidir volar por los aires. Ella continuó, con su mano izquierda en el volante y sosteniendo el vaso de té dulce con la derecha, visiblemente irritada por no poder alcanzar el medio paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo de su camisa sin tener que soltar uno de los dos. Mi padre solía decir que en el aeropuerto aterrizaban todo tipo de avionetas civiles, sobre todo por la noche. El abuelo Pete, que había sido un rumrunner de joven, juraba que había visto una avioneta despegar a plena luz del día con... ¿Tu abuelo fue un contrabandista?, interferí. No, no, el abuelo de mi padre, que murió hace un par de años; solía llevar alcohol de contrabando hasta New Jersey metido dentro de, no te rías, cajas de pescado. Eran los tiempos en los que el contrabandista aún era un héroe romántico. En los ochenta eso ya era historia pasada, claro. Tenías a mejicanos, tahitianos, colombianos y vete a saber quién más desesperados por repartirse el enorme pastel del tráfico de cocaína. Ya sabes que Pablo Escobar gastaba miles de dólares mensuales sólo en gomas elásticas para poder empaquetar sus narcodólares. Ese era el tipo de gente que usaba el aeropuerto. Vaya, respondí.

Habíamos abandonado la interestatal y nos habíamos adentrado por una amplia pista de tierra, aunque según el cartel a la derecha del camino era un "boulevard". Ahora el camión se agitaba de lado a lado como si estuviese poseído, y tuve que agarrarme al borde de mi asiento e intentar aparentar que la situación no me incomodaba. Pensarás que esa gente es auténtica escoria, ¿verdad?, gritó Kasey por encima del estruendo del motor y la gravilla. Me callé esperando a que continuara. No quería meter la pata. Pues verás, hace unos diez años el dueño de la granja que estamos atravesando le compró esas tierras al mejicano, aeropuerto incluído, para cultivar... ¿cómo lo llamáis vosotros?, regadíos, ¿no? Asentí levemente. Unos meses después decidieron desmontar la torre de agua, que por entonces era más peligrosa que útil y, ¿sabes lo que encontró la cuadrilla dentro de la torre? Cientos de dólares dentro de bolsas de basura. No una bolsa, no, sino una veintena. Nadie se podía explicar qué demonios significaba eso. El dueño llamó inmediatamente a la policía, mi padre incluído, y ellos lo entendieron en cuanto lo vieron. Resulta que no era la primera vez que veían algo parecido en el condado. El mejicano alquilaba la pista a narcotraficantes, sí, pero no era tan loco como para quedarse allí a cobrar. El aeropuerto funcionaba por un sistema de buena voluntad, lo creas o no. Los narcos, o más bien los lugareños a los que habían contratado, hacían sus negocios allí y dejaban dentro de la torre de agua el dinero que consideraban adecuado. ¿Qué te parece? Me quedé un rato mirando al infinito horizonte y repuse: me parece que siempre le pagaban bien, ya que así se aseguraban de que no le diría nada a nadie; no es mal sistema. Ella se volvió a reir. Claro, y cuando la gran fiesta de la coca se acabó vendió la torre y se fue a... bueno, imagino que a cocinar meth como el resto de su generación. Pero los narcos siguieron usando el aeropuerto por la noche y siguieron dejando la propina en la torre. Para el nuevo dueño.

Solté una risita. Increíble. ¿Y el nuevo dueño se lo dijo a la policía así sin más? Imagino que se lo pensaría bastante, dijo ella asintiendo, pero para entonces el espectro de los narcotraficantes era ya pasado. Miami Vice era una serie de época, ya me entiendes. Asentí. Tras dudarlo un par de segundos solté la frase que estaba evitando desde hacía horas atrás. ¿Y esto cómo me va a ayudar a encontrar a mi padre?

Niño gordo

El niño gordo vuelve a casa llorando y sangrando por la nariz. Su madre, asustada, corre a abrazarle y a cubrirle de cariño. Horas más tarde, su padre enfila su Opel Vectra calle abajo y sin siquiera pestañear atropella a un niño que corre. Desciende del vehículo, gato hidráulico en mano, y golpea al caído muchacho hasta que este deja de gemir. Después recupera del cuerpo inerte del ladronzuelo de barrio una Nintendo 3DS que, aunque empapada en sangre y heces, por suerte aún funciona.

Al caer la noche el padre vuelve a casa y, sorprendido, pregunta: "¿Niño, qué te ha pasado en la nariz?".
Versión alternativa de texto aparecido en el perfil de Facebook de Homo Velamine

La chica de los puños cerrados, diez años después

Hace diez años escribía esto. Es un texto melancólico, como todo lo que solía escribir años atrás, y excesivamente sentimental. Es un texto, no os voy a engañar, que no me gusta. La mujer a la que este texto iba dirigido dejó de ser parte de mi vida hace bastante tiempo, tras una serie de desencuentros que me dejó convertido en una especie de títere sin cuerdas o más bien en un gilipollas sin rumbo. A veces, cuando buceo en el pasado por razones diversas, me encuentro artefactos de esa relación en ruinas, testigos de una historia protagonizada por una persona extraña que me cuesta creer que realmente existiese. Sobra decir que esa persona extraña que encuentro en esos artefactos no es mi antigua pareja, soy yo. Por suerte, hoy en día hay otra persona a mi lado, alguien que me hace dudar de que siquiera ponerle a esa historia la etiqueta "relación" tenga algún mérito. Nunca viene mal algo de perspectiva...


Lo siento mucho, amor, pero hoy no me veo capaz de hablar de tí. Hoy es un día de dolor, de sangre y dolor. La noticia con la que muchos nos hemos levantado me ha revuelto el estómago y me ha hecho sentirme avergonzado una vez más de ser humano. Y es algo que cada vez me ocurre más a menudo.
Lo siento mucho, amor, pero hoy no creo que deba contar al público lo que ya saben sobre mí y sobre tí. Y aún así sé que no debemos centrarnos en la catástrofe. Para intentar no fijarnos sólo en todo lo malo que ha ocurrido en el día. Para sacar la cabeza, para seguir andando, para nadar contra corriente pase lo que pase, para reírnos del destino mientras tiramos copas de champán contra la pared, para bordar el sprint tras el sprint, para recordar que la felicidad nunca es algo unilateral, para cerrar los ojos y respirar... Ugh...
Hoy me siento mal...
Verás, te voy a ser sincero. Esta mañana, a eso de las once, yo estaba sentado en las escaleras traseras de la nueva escuela. Creo que no la has visto todavía, ¿verdad? Habíamos ido a hablar con la subidrectora sobre la revista y nos habíamos encontrado con que en su despacho sólo estaba la becaria chateando (esa becaria llamada Mimito, ¿recuerdas?). Así que J y yo estábamos sentados frente a la autopista, junto al parking, viendo pasar los minutos y acercarse la tarde, algo frustrados y sin ganas de irnos ya a casa. Todo estaba en calma. Los pájaros piaban, la brisa hacía olas en los campos de panizo, unos pocos camiones pasaban por la A2, el sol brillaba, una Coca-Cola Light caliente languidecía a mi lado, yo me sentía tan bohemio y atractivo como de costumbre, J se liaba tranquilamente un petardo mientras me contaba sus planes para el fin de semana, la rubia de rizos me sonreía al pasar frente a mí y yo mascullaba algún piropo por pura cortesía. El mundo era redondo, redondo y pulido.
Yo pensaba en ti mientras J desgranaba sus planes. Pensaba en tus enormes ojos embriagados, en tus frías y esquivas manos, en tu mohín de agobio cuando hablabas por teléfono con tu hermana, en tu suspiro tembloroso cuando te acariciaba la nuca con la yema del dedo índice, en tu voz titubeante cuando me susurrabas 'imbécil' con una sonrisa nerviosa, en tu divertida furia cuando me acusaste de haberte engañado respecto al autobús, en los esfuerzos que tuve que hacer para no morderte los labios en ese momento y en muchos otros... y yo estaba sonriendo. Sonreía, mi amor.
Y entonces ha salido por la puerta una chica, llorando, apretando los puños y los dientes, corriendo en dirección a un coche del parking. Sólo yo he visto sus lágrimas.
Me he levantado y me he fijado en toda la gente que había reunida allí, junto a las puertas abiertas del coche, escuchando la radio... y llorando, maldiciendo, murmurando. Quince personas, tal vez. J me ha comentado cómo se había enterado de la tragedia mientras escuchaba la radio viniendo hacia el barrio. Yo le he respondido que mi madre me lo había contado por teléfono unas horas antes y que había desayunado viendo las imágenes con cierto desapasionamiento. He recordado esa mañana tan lejana en la que el ruido de la explosion junto a la casa-cuartel de Zaragoza me despertó bruscamente de mi sueño. Y he dejado de sonreír.
La chica llorando me ha destrozado todo, mi amor. Durante unos segundos, cierto: no voy a decirte que me ha estropeado el día, pero me ha sacudido violentamente. He vuelto a ver el mundo redondo pero ya no pulido sino fragmentado, descascarillado y salpicado de ruinas.
No se puede sentir desapasionamiento ante algo así. Yo no puedo, ni quiero. Anoche me dijiste que no te creías lo de mi supuesta frialdad. Felicidades, cariño; tenías razón. Y eso significa que no renuncio ni a pulir el mundo ni a luchar por quienes quiero. Yo no voy a enfriarme, amor. ¿Y tú?
En efecto...
Al final he acabado hablando de tí...

7 mar 2014

Sólo un poco

Cerraré los ojos
esta noche.
Y quizás,
sólo quizás,
me permita creer
que la guerra ha acabado.

Dejaré que amarte me defina
sólo un poco.

6 mar 2014

El escritor autodestructivo

Complicada es la vida del escritor que sólo es capaz de hacerlo desde sus entrañas. El artista, el esteta, el ingeniero de la palabra: ese es el afortunado. ¿Qué hace el escritor primario, el escritor que necesita sentir como si una entidad le poseyera o la musa le violara, cuando el verbo no fluye? ¿Cómo escribe cuando su interior es plácido y su vida feliz? ¿Cómo contacta con su lado más oscuro y vuelve a escupir sobre la página? ¿Pretende estar desesperado? ¿Se engaña a sí mismo hasta ese punto sólo por ser capaz de volver a escribir? ¿Llega su anquilosamiento hasta el nivel de que desea volver a vivir en desgracia y añora el dolor?

¿O simplemente deja de escribir?

Creo que el auténtico escritor es el que no tiene clara la respuesta a este dilema, o quizás sea el que opta por la primera opción sin dudarlo. No creo que lo sepa nunca.