16 jun 2014

Abuelo Ramón

Si había algo que todos sabíamos sobre el abuelo Ramón era que había leído y viajado mucho. Las estanterías de libros que tenía en el caserón del pueblo siempre me parecían infinitas, me parecía imposible que nadie se hubiese leído tantos libros en una sola vida, pero cuando le preguntaba, abuelo, ¿tú has leído todo esto?, el abuelo me respondía asintiendo en silencio sin mirarme. Era la fama de trotamundos, sin embargo, lo que mejor parecía definir al abuelo Ramón. Cuando yo era niño ya sabía que el abuelo siempre deambulaba de esquina a esquina de la Península Ibérica y que siempre que volvía contaba lo que había descubierto durante sus aventuras. El marisco en ese pequeño restaurante de San Sebastián. Espectacular, aunque tienes que conducir por una carretera hasta lo alto de unos riscos y da algo de repelús. Las tapas en Almería son increíbles. Te tomas tres cervezas y ya no tienes que comer. Zamora es preciosa. No te creas lo que pone en las guías de viaje. Mi padre solía contar que cuando era joven el abuelo Ramón había viajado por todo el mundo, o por lo menos por todo el mundo que había podido viajar. Con la única intención de aprender y de ensanchar sus horizontes, solía añadir con un deje de orgullo mientras me hacía sentir provinciano a mis doce años de edad. El abuelo había estado en Calcuta trabajando en una empresa textil. Durante los setenta estuvo un tiempo en Estambul gracias a un amigo cónsul trabajando como guía turístico para europeos. Conocía Marruecos y Argelia como la palma de su mano. Incluso más adelante, ya en los ochenta, se jactaba de los amigos que tenía en Cuba y de compañeros de la Unión Soviética que siempre tenían las puertas abiertas para él. Toda mi vida admiré al abuelo por su amplitud de miras, por su tolerancia, por su dedicación a adoptar las costumbres del lugar donde estaba. Por su eterna búsqueda de la iluminación, en el fondo. Toda mi vida, hasta la Nochebuena en la que mientras la familia discutía en la cocina sobre un plato de gambas me senté a su lado en el sofá y le dije lo mucho que su ejemplo había significado para mí. El abuelo, que para entonces ya no era más que una sombra de lo que había sido y que sospecho esperaba a la muerte con cierta impaciencia, me miró con ojos sorprendentemente crueles y me dijo: no sé de qué hostias hablas. De tus viajes, abuelo. De la gente a la que has conocido. Sonrió con desgana y me respondió: ¿te crees que me importan una mierda las personas que he conocido? La única razón por la que he viajado de lado a lado ha sido por aprender de ellos. Por robarles sus secretos, sus trucos, cualquier manera superior que tuviesen de ver el mundo. Por ver paisajes que me gustaran a mí, que me causaran placer. Fui a la India por lo mismo que fueron los ingleses: a rapiñar, a expoliar. A robar, coño. A mí me da absolutamente igual que creas que las vacas del Ganges o las llamas del altiplano o lo que sea son dioses. A mí me interesa aprender nuevas recetas para comer mejor. Y el que te diga lo contrario miente.

Y así el abuelo Ramón fue mi primer contacto con el intelectual como egoísta supremo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario