12 may 2014

Duerme Yahveh

Era una tarde caliente y espesa. No recuerdo si había viajado a Madrid sólo por verte o si nos habíamos visto porque yo estaba en Madrid: el paso de los años ha acabado mezclando causa con efecto y ahora lo único que recuerdo con claridad es esa fatídica tarde. Recuerdo que habíamos visitado el Templo de Debod, traído desde Egipto piedra a piedra para salvarlo de una inundación, y después ido a escuchar música a alguno de esos garitos gafapasteros que tanto te gustaban, mi vieja amiga, aunque bien pudiera ser que todo esto me lo esté inventando ahora a base de recordar lo recordado. De lo que estoy completamente seguro es de lo que pasó aquella tarde.

Estábamos tumbados en una isleta de césped cerca de la Castellana, tomando el sol sin decirnos nada, con nuestras gafas de sol de cristales redondos ocultando nuestros ojos de las miradas de los curiosos. La tarde era perfecta y perezosa, y con la mente empujábamos el sol hacia atrás para evitar que llegara la noche. Tendríamos que haber entendido que el silencio no presagiaba nada bueno.

Entonces lo oímos. Era como siempre había imaginado el sonido de la marabunta, como un crepitar de llamas, un murmullo átono que se estaba acercando rápidamente a nosotros. Me levanté las gafas levemente y me incorporé. Un río blanco se había abierto paso por la calle y al encontrarse con nuestra isla de paz se había separado en dos y seguido avanzando. Estábamos rodeados, encallados ahora en una auténtica isla, separados del resto de la ciudad por una pálida masa informe. Por fin distinguimos canciones entre el susurro, cánticos arcaicos e irracionales que no nos llenaban de terror porque estaban entonados en español y no en cualquier otra lengua muerta. Aún así nos levantamos como si nos estuviésemos quemando, sin tener ni idea de lo cerca que estábamos de la verdad. Agarré tu mano aterrorizado, buscando refugio en ti y olvidando todos los patrones sociales de masculinidad, pues por fin había comprendido que la marea no era agua sino personas, o al menos simulacros de personas, inmensas amebas vestidas con la piel de los seres humanos que habían fagocitado. Un rebaño humanoide sujetando con un número impar de manos lo que parecían ser decenas de pancartas fotocopiadas, una masa de gente que se movía con la torpeza de quien nunca ha tenido que salir a la calle para quejarse de nada pues siempre han encajado perfectamente en la Máquina. Hijos modélicos del primer mundo, especímenes del terror engendrados en el seno de vidas tranquilas y alimentaciones equilibradas. Familias con decenas de hijos idénticos, niños arios de sonrisas congeladas y mirada de marinerito que sólo con vivir ya estaban enviando a la muerte a decenas de personas en África. Seres infectos cuya sola existencia estaba destruyendo el mundo, que no tenían que hacer nada más que respirar para matar. Miles de muñecas rusas vomitadas por abyectas vaginas, que seguramente habían sido santificadas por el Sumo Sacerdote y que ya contenían en su interior la promesa de otra generación idéntica a la actual. Defensores de lo Normal, se llamaban; cruzados en busca de un Jerusalén que jamás había existido, mancillando la calle con sus pisadas y gritando orgullosos con lenguas envenenadas que nuestro Creador no nos había creado iguales y que así estaba bien. Entendí que esa maligna sinergia entre el culto a la fecundidad y la llamada a la homogeneización solo podía proceder de alguna abominación maltusiana más antigua que nuestra civilización, de un aberrante monstruo de naturaleza ajena al hombre cuyo nombre sólo se susurrara en oscuras sacristías donde el único otro sonido permitido fuese la rítmica palmada humeda de testículo contra nalga.

Me sentí marear. Tú observabas la calle en silencio, sin quitarte tus gafas de sol, impasible como una estatua. Una mueca que intentaba ser sonrisa adornaba tu cara. Quizás habías asumido lo inevitable o quizás ya habías visto cómo nuestra isla comenzaba a hacerse cada vez más pequeña. El rebaño humano nos había visto, había olido mi miedo, había escuchado mi respiración entrecortada, y había actuado enviando sus seudópodos hacia nosotros. Sentí ganas de vomitar, senti la piel de mi escroto tensarse y comencé a ver borroso entre mis lágrimas. Vi miles de niños rubios de bocas entreabiertas, muñequitos idénticos como idénticas gotas de sangre que desfilaban coreando nombres que herían mis oídos, trepando por nuestras piernas con sus manitas de cerdo, arañando nuestra ropa con sus impolutas uñas, penetrando por todos nuestros orificios corporales mientras gorgoteaban con alegría. Chillando como murciélagos mientras sus obesos padres sonreían con superioridad al vislumbrar nuestro cercano fin, ella relamiéndose con dos lenguas bífidas al ventear nuestra muerte y él frotándose su mal disimulada erección mientras sus dedos engarfiados retorcían el asta de la bandera nacional. Abrí la boca. "El enemigo existe, el enemigo está aquí, el enemigo está vivo y está matando. Nos está matando a nosotros. Nos va a matar a todos." Quería chillar pero las pequeñas comadrejas rubias ya me habían desgarrado las cuerdas vocales y estaban avanzando por mi caja torácica. “Tu Dolor es mi Maná”, bramaba la turba. Absurdamente pensé en el Templo de Debod, y entendí que es lo que me estaba pasando: me estaban descomponiendo pieza a pieza, y después me reconstruirían en la oscura Ciudad Profunda, viejo pero nuevo, para hacerme uno con el Nuevo Viejo Mundo. Para salvarme, elevarme y por fin sentarme a la diestra del Sin Nombre, el que duerme a la espera.

Texto aparecido en el número 2 de Homo Velamine

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